Se sientan solos o en pareja en casas medio destruidas. Se refugian en sótanos mohosos marcados con tiza que dice “gente bajo tierra”, un mensaje para los soldados que estén luchando ese día. Se aventuran a visitar cementerios y rememorar cualquier otro tiempo que no sea el actual.
Los ancianos ucranianos a menudo son los únicos que permanecen a lo largo de los cientos de kilómetros del frente de batalla en el país. Algunos han esperado toda su vida para disfrutar de sus últimos años, pero se han quedado en el purgatorio de la soledad.
Las casas construidas con sus propias manos son ahora paredes derruidas y ventanas reventadas, con fotografías enmarcadas de seres queridos que viven lejos. Algunos ya enterraron a sus hijos, y su único deseo es permanecer cerca para que los entierren junto a ellos. Pero no siempre resulta así.
“He sobrevivido a dos guerras”, comentó Iraida Kurylo, de 83 años, a quien le tiemblan las manos al recordar los gritos de su madre cuando mataron a su padre en la Segunda Guerra Mundial.
Estaba tumbada en una camilla en el pueblo de Kupiansk-Vuzlovyi, con la cadera rota por una caída. Había llegado la Cruz Roja.
Casi dos años después de la invasión rusa a gran escala en Ucrania, con la guerra a la puerta de sus casas, las personas mayores que se han quedado en el país argumentan razones diversas para su decisión. Algunos simplemente prefieren estar en casa, sean cuales sean los peligros, antes que tener que enfrentar dificultades en un lugar desconocido entre extraños. Otros carecen de medios económicos para marcharse y empezar de nuevo.
Sus cheques de pensión siguen llegando puntuales, a pesar de los meses de guerra. Y han ideado sistemas de supervivencia mientras aguardan y esperan vivir lo suficiente para ver el final de la guerra. Las conexiones virtuales pueden ser a menudo el único vínculo con el mundo exterior.
Un día de septiembre, en una clínica móvil a casi cinco kilómetros de las posiciones rusas, Svitlana Tsoy, de 65 años, se sometía a una revisión médica a distancia con un estudiante de Medicina de la Universidad de Stanford, en California, y hablaba de las penurias de la guerra.
Tsoy y su madre, Liudmyla, de 89 años, llevan casi dos años viviendo en un sótano de Síversk, en la región oriental de Donetsk, con otras veinte personas. No hay agua corriente ni inodoros. Aun así, se resisten a marcharse.