Abril es un mes hermoso a orillas del Mediterráneo, cuando las flores perfuman la brisa y las ciudades costeras cobran vida. Pero para Meron Estefanos y otros que vigilan el paso de los migrantes, la primavera también trae consigo una sensación de presentimiento.
“¿Cuánta gente vamos a perder esta vez?”, se pregunta a menudo Estefanos, activista eritrea afincada en Uganda. “¿Cuántas madres me van a llamar para preguntar por su hijo o hija desaparecidos?”.
En la última década, el inmenso mar azul entre el norte de África, Turquía y Europa se ha convertido en escenario de muertes masivas. De los más de 2 millones de personas que han intentado la travesía, la mayoría procedentes del África subsahariana y Oriente Próximo, al menos 28.000 están desaparecidas, presuntamente fallecidas, según cálculos conservadores.
El primer trimestre de 2023 fue el más mortífero en el Mediterráneo central desde 2017, según la Organización Internacional para las Migraciones. Su director general, António Vitorino, teme que las muertes “se hayan normalizado”.
De los muertos conocidos, solo alrededor del 13% de los cuerpos llegan a ser recuperados por las autoridades europeas, según estimaciones del Comité Internacional de la Cruz Roja. La inmensa mayoría nunca son identificados. Las posibilidades de que un familiar reciba confirmación de la muerte de un ser querido desaparecido son “como las probabilidades de ganar la lotería”, en palabras de un funcionario humanitario.