Por la terminal de Santos pasa el 67% del PIB de Brasil, país gobernado por Lula da Silva.
Mientras que la cuestión de la privatización de las empresas estatales, contra la que el nuevo gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva se ha ensañado, ha sido la protagonista del debate público en las últimas semanas, poco o nada se ha dicho sobre los riesgos reales de la privatización del puerto de Santos, en el litoral de São Paulo.
Es el mayor puerto de Brasil y el principal complejo portuario de América Latina, cuyo comercio representa por sí solo el 67% del Producto Interior Bruto (PIB) del país. De aquí salen mercancías decisivas para la economía brasileña, desde la carne al azúcar, pasando por la soja; en resumen, una verdadera potencia comercial, el trigésimo noveno lugar en el mundo por el manejo de containers.
Sobre su futuro, el debate político está estancado. Lula, que desde el día de su investidura se declaró contrario a su privatización, ha dado ahora un paso atrás al proponer una solución intermedia. En lugar de transferir todo el puerto al sector privado, sólo se le permitiría controlar los servicios prestados in situ a las empresas, manteniendo la autoridad portuaria bajo gestión estatal.
El Tribunal de Cuentas de la Unión (TCU) también ha expresado su perplejidad ante el hecho de que se pueda encomendar a empresas privadas toda la tarea de fiscalización del puerto, ya que la entrega en el pasado de los servicios de escaneado de las cargas a empresas privadas había suscitado muchas críticas.
El tira y afloja de Lula con el nuevo gobernador de São Paulo, Tarcísio de Freitas, ex ministro de Infraestructuras en el anterior gobierno de Jair Messias Bolsonaro, sin embargo, es cada vez más reñido. Tarcísio declaró hace unos días en un evento organizado por el sector agroalimentario que el proceso de privatización “está listo, será un espectáculo y creará muchos puestos de trabajo”.
Según sus cálculos, un puerto privatizado podría generar 20.000 millones de reales (unos 4.000 millones de dólares) de inversión y aumentar la oferta de transportes e infraestructuras. Tarcísio, que ya se vio envuelto en la tormenta de la polémica durante la campaña electoral por una criticada propuesta de retirar la cámara de vídeo de los uniformes de los policías militares, parece excluir ahora de su razonamiento un problema no menor: la seguridad.
Quien controla las actividades ilícitas del puerto de Santos es el Primer Comando Capital (PCC), un ejército de más de 112.000 criminales feroces – según estimaciones del Ministerio Público paulista – que tiene en el tráfico de cocaína y marihuana uno de sus mayores ingresos económicos, unos 3.000 millones de reales al año, unos 600 millones de dólares.
A pesar de la excelente labor de inteligencia de la Policía Federal del puerto, dirigida por una mujer, Luciana Fuschini Nave, el PCC se ha convertido en una lacra que traspasa las fronteras del puerto de Santos y Brasil y negocia con poderosas mafias como la italiana ‘ndrangheta. Es precisamente la experiencia italiana, donde la mafia lleva años infiltrada en el Estado hasta el punto de controlar parte de la política y la economía del país, la que debería servir de advertencia para Brasil. En concreto, basta observar el puerto de Gioia Tauro, en Calabria, que representa el alter ego del puerto de Santos pero en el Mediterráneo.
Ante este escenario, por tanto, una privatización de la autoridad portuaria conllevaría enormes riesgos para la seguridad. Grupos delictivos como la ‘ndrangheta y el PCC llevan mucho tiempo especializándose exclusivamente en inversiones económicas legales para blanquear la renta del narcotráfico. Invertir en el puerto sería para ellos una inversión perfecta para controlar toda la cadena logística asumiendo muchos menos riesgos.