Los tres perros de Brian Silvas solían ser los primeros en alertarle de que grandes grupos de personas entraban en su propiedad del condado de San Diego. Se despertaba a cualquier hora con Whisky, Soldier y Freedom ladrando sin cesar. Ahora, el trío permanece callado la mayor parte de la noche. Aunque las multitudes de migrantes no han dejado de pasar, se convirtió en algo tan habitual que los perros ahora duermen durante la noche.
“Este país se construyó sobre la inmigración. Me parece bien”, dice Silvas. “Pero no así. Esto es ridículo”.
Hace dos años, Silvas compró 78 acres (31 hectáreas) de tierra en la frontera sur de California con México, a unos 120 kilómetros al este de San Diego. Su terreno está delimitado por colinas y grandes rocas. El muro fronterizo termina a pocos metros de su propiedad, dejando solo el terreno rocoso del desierto y una modesta valla de alambre de espino como barrera.
En lugar de eso, es testigo de cómo docenas, si no cientos, de migrantes cruzan sus tierras cada día. Una afluencia que, según él, empeoró desde la expiración en mayo del Título 42, una medida de salud pública de la época de la pandemia que permitía a las autoridades rechazar a los migrantes en la frontera.
A unos ocho kilómetros al este de la propiedad de Silvas, en la misma frontera sur, Jerry y María Shuster sufren una crisis similar. Salvo que los migrantes que cruzan por allí no solo pasan por sus tierras, sino que también acampan.
Tiendas de campaña, ropa desechada y basura se esparcen por partes de su propiedad de 17 acres (6,8 hectáreas). Hay varias hogueras encendidas por la noche mientras los migrantes intentan mantenerse calientes a temperaturas cercanas al punto de congelación, mientras se dirigen a varios puntos de reunión a lo largo del lado estadounidense y esperan a los funcionarios de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos.