El inglés, de 38 años, rechaza el título obtenido tras obtener en la ciudad de Forero y Egan Bernal la 163ª victoria de su carrera: “El sprint es una república”.
El pelotón acelera veloz por los toboganes de la autopista de la Sabana de Bogotá hacia Zipaquirá, donde tanto frío pasó García Márquez estudiando el bachillerato interno en el liceo, y Mark Cavendish se queda y vuelve, y sus compañeros, Lutsenko, Tejada, le esperan y le retornan, y se queda y vuelve. Tienen casi todos, salvo el inglés, Gaviria, Persico, Bonifacio, el barranquillero Soto, la media docena sprinters, la vista puesta en los cerros que la rodean y el pensamiento en el Alto del Vino, la subida que el sábado decidirá el campeón.
Unos piensan en la victoria del día, otros en la victoria de mañana y pocos piensan en la historia, en que, tan apropiadamente, Zipaquirá significa en lengua muisca la novia del Zipa, la mujer del cacique, y ahí nació Efraín Forero, el Indomable Zipa, el ciclista cuya victoria en la primera Vuelta a Colombia, en 1951, supuso una tregua en la feroz guerra civil de la gran violencia, y un nuevo sentimiento colectivo en un país despedazado. En Zipaquirá también nació Egan Bernal, el niño maravilla, y la carrera pasa en un visto y no visto ante el hospital en el que el primer colombiano que ganó el Tour, ya en 2019, un chavalín de 22 años, resucitó de las heridas de su grave accidente, hace dos años, y ante el mural hermoso con que su tierra celebra su vida. Dos caciques.
Y allí, pasadas las distracciones, en su burbuja, Cavendish, quizás el más grande sprinter puro de la historia, solo tiene ojos, recta final, para la rueda trasera de su lanzador, el coloso neerlandés Cees Bol, que atraviesa el pelotón impetuoso, una mole imparable. Ante la tele, su hijo Finn, 18 años, se tiene que levantar de la silla y dejar de mirar la pantalla, tanto le tiemblan las piernas, tantos los nervios, la angustia, le inundan, como un aficionado ante una serie de penaltis de su equipo en una gran final. A 250 metros de la línea, a su izquierda, un reflejo azul en la valla, un flash, le avisa de que a la velocidad de la luz Fernando Gaviria, su mejor rival, al que nunca ha podido derrotar en América, ha arrancado. Cavendish se lanza también. Ágil salto le da preferencia de paso. Gaviria solo puede intentar remontar por el interior, entre la valla y Cavendish, que hábilmente le cierra el paso extendiendo su codo izquierdo. Gaviria desiste del sorpasso per la sinistra. Levanta el pecho. Media rueda antes ya el inglés ha cruzado la línea de meta.
El cohete ceja en su esfuerzo y sonríe bajo el cepillo de su bigote mirando a la bala inglesa doblado sobre la barra, pasar a su derecha lanzando la bici. Cavendish, maestro de la velocidad y la volata ha actuado como él mismo habría actuado, justo como hizo hace tres días en Duitama, bailando sobre su bici de izquierda a derecha para evitar el paso entre su izquierda y la valla del italiano Persico. Después, los dos se abrazaron calurosos, y quizás Gaviria recordaría entonces otra llegada, la de la última etapa del último Giro, en Roma, en la que medio pelotón, Gaviria incluido, contribuyó con su ayuda a que Cavendish se despidiera de la corsa rosa con una victoria. “Me acuerdo de Gaviria cuando era un chaval. Fue hace 10 años. Saltó de mi espalda y me ganó dos veces en Argentina. Y le conozco desde entonces”, dice el sprinter del Astana. “Estuvo en mi casa en 2016. Mi mujer le lavó la ropa y cenamos juntos. Le he visto crecer de niño a hombre”.