A Ribeyro

Estimado Ribeyro,

Me dirijo ante usted con la finalidad de quizás no reclamar, pero sí contarle sobre muchos asuntos personales, los cuales usted ha sido partícipe indirectamente.

Sé que no me leerás, pero espero que escribir esto sea una especie de catarsis. Lamento si es que la forma de expresarme te resulta dramática, fatalista, vagabunda, aunque creo que si lo notas bien, desde ahí radica el problema de tu presencia en mí.

Antes de leer alguno de sus escritos, ya sabía de lo que hablabas. Me disculpo por tutearte. Es que he hablado de ti varias veces que ya eres mi amigo. No. Amigo, no. La amistad es de dos. Lamento no haberte conocido, no haberme presentado, pero también es culpa tuya. Acéptalo. Tu culpa y la de tu mejor amigo: el cigarrillo. Y también, ¿por qué no? Del tiempo y la vida.

Cuando caminaba por Jirón de la Unión y compraba ropa — por y para 28 de Julio. Qué cliché, lo sé— no miraba las ofertas. Miraba a las personas, a la gente, a la señora que cargaba su bolsa y sonreía a los que caminaban, a los indiferentes. Miraba su sonrisa, Julio. Yo la miraba. Y observaba su tristeza y entusiasmo. Y observaba sus ganas de salir adelante entre tanta incertidumbre. Y también observaba cómo la vida puede decirle que no. Ella era el personaje principal de las historias, al menos una de ellos. ¿No es cierto?

Luego, te leí. Sinceramente, me sentí mal. Creí que sería la primera en hablar de esa mujer, pero tú escribiste de ella, desmenuzándola entre varios cuentos. No había leído mucho en ese entonces. Ahora, siento que he leído nada, pero tengo presente que también soy eso: nada, a comparación de tantos libros, tantas historias, tantas lágrimas, tantas risas, a través de unas hojas. Tú viste lo que yo vi, pero lo escribiste primero. Felizmente fue así, porque yo no lo hago mejor. Después me enteré, leyendo de ti, que tampoco sabías cómo lo hacías, solo lo hacías. Era tu pasión: escribir.

Viste lo cotidiano de la mediocridad en la vida. Viste eso. Viste la otra parte de la historia. Y no la que todos esperan escuchar sobre superación de sus problemas, emprendimiento y sobriedad. Viste eso. Viste a las personas luchar consigo, cuando intentan mostrar la careta para las expectativas de otros, quienes fingen ser felices. Viste lo maravilloso que es estar triste, bajoneado, moribundo. Viste a las personas de forma real, con resacas que se vestían de cigarro y alcohol.

Ribeyro, yo me rendí. Quería ser el personaje principal de tu historia, pero el que decide irse. No sentía ni sabía lo que era luchar por algo. Ni tampoco tenía ganas de hacerlo. Sentí el automático.

Ahora, a veces, me siento así. Si aún vivieras, quizá contarías sobre las caretas increíbles que muestran en redes sociales: la falsa felicidad y el mensaje constante de superación. Yo también me uno, a veces. Es que quiero que entiendas que no soy la misma en la universidad, en mi casa, cuando estoy sola, cuando me enamoro, cuando quiero morir y cuando quiero vivir. No soy la misma pero sigo siendo yo. O al menos eso intento. Me descubro todos los días y espero sentir algo nuevo todos los días. Tengo expectativas de muchas cosas y de muchas personas. Usualmente, siempre me equivoco, siempre espero más, pero es lo bonito de poder pensar en mi mente: nadie sabe cuando estoy decepcionada en realidad.

Prosas Apátridas fue el diálogo que tú y yo tuvimos. Analizarte me resulta difícil. A ti y a Vallejo, hay que sentirlos, vivirlos, llorarlos y amarlos, como si nadie más los hubiera amado, aunque existen miles que lo hicieron. O al menos, eso fingen.
Ribeyro, me rendí, pero sigo caminando. Sigo yendo a contracorriente. Mi mamá hace unos días me dijo que volviera al psicólogo. ¿Cómo le digo que solo espero a que me respondas para poder ser feliz a plenitud?

Exacto.

Exit mobile version