América Latina entre la democracia y el abismo 

La crisis de la democracia en el mundo actual no es un fenómeno exclusivamente de Europa o Estados Unidos, sino como también de Asia y Europa del Este, extendiéndose también a América Latina, como muestra lo que ocurre en América Central y el Caribe (El Salvador, Honduras, Nicaragua Haití y Cuba), y América del Sur (Venezuela, Argentina, Bolivia y Brasil, Perú, Bolivia, México y quizás en un futuro Chile y por supuesto en Colombia con la llegada de Gustavo Petro al poder).

Las democracias latinoamericanas, como la mayoría de las del mundo occidental, atraviesan una coyuntura de crisis profunda: instituciones ineficientes para canalizar las demandas ciudadanas, en un contexto económico de bajo crecimiento o estancamiento, empeoramiento de los equilibrios sociales y con un entorno internacional donde los regímenes o liderazgos autoritarios han venido ganando espacios.

Las democracias latinoamericanas enfrentan el desafío de la aparición de nuevos actores y fuerzas políticas emergentes, desleales con el modelo democrático, que buscan cambiar por sistemas de corte autoritario, personalista, con poderes legislativos y judiciales sin autonomía para controlar a los gobiernos, acortando los espacios para el necesario y buen desenvolvimiento de grupos organizados de personas, así como también de personas individuales, y la restricción de la libertad de expresión, para que ejerzan una oposición constructiva

A partir del nuevo siglo se acumularon signos de debilidad de la democracia, con problemas estructurales no resueltos. La nueva oleada populista, vinculada al “socialismo del siglo XXI”, y de regímenes hiperpresidencialistas como el de Hugo Chávez en Venezuela, fue el inicio de los síntomas de lo que se avecinaba. Si bien estos mantenían las formalidades democráticas (elecciones), en paralelo desarrollaban legislaciones autoritarias que recortaban las libertades y el margen de acción opositor. La llamada “Década Dorada” (2003-2013), ayudó a asentar tanto a las democracias surgidas en los 80 como a los regímenes híbridos. Esa misma bonanza desincentivó y estancó iniciativas de reforma estructural socioeconómicas y de modernización del Estado y en consecuencia la adaptación político-institucional.

Lo anterior dio paso a instituciones democráticas sin vitalidad incapaces de canalizar las demandas sociales. En consecuencia la administración pública no pudo implementar políticas públicas efectivas, transparentes y no clientelares. Los partidos políticos sufrieron crisis de representatividad, perdiendo al mismo tiempo contacto con sus respectivas sociedades. Lo que se transformó en estallidos de frustración social: desde el aumento de la migración hasta el surgimiento movimientos violentos en casi toda la región.

Al principio, el bienestar económico ocultó la mayoría de los problemas históricos y postergó la aparición de otros nuevos hasta el final de la bonanza de los años 80. Sin embargo en un contexto económico negativo y de crisis pandémica, la espiral de demandas sociales no atendidas ha venido provocando desde en 2019 una oleada de protestas de alcance regional como en el caso de Chile, lo que dio paso a nuevos episodios de frustración social, como se vio desde América Central hasta la Patagonia, lo que dificulto la gobernabilidad, con parlamentos divididos, sin fuerzas sólidas y mayorías estables, y una alta polarización que dificulto y dificulta consensos. Es lo que algunos analistas políticos califican como la “fatiga de las democracias.

A estas alturas del siglo lamentablemente tenemos que aceptar que las democracias latinoamericanas no canalizan las demandas ni encuentran soluciones a la creciente frustración social, mientras se desarrollan alternativas políticas demagógicas y autoritarias, con modelos alejados, incluso contrarios a los valores democráticos tales como respeto a la separación de poderes y al adversario y aceptación de resultados electorales. La deriva autoritaria no es patrimonio de ningún grupo concreto del espectro político o ideológico, se da tanto en regímenes teóricamente de izquierdas como la Venezuela de Hugo Chávez y Nicolás Maduro o la Nicaragua de Daniel Ortega, la de Díaz Canel en Cuba, el Salvador, de Bukele, la de Bolsonaro en Brasil y Castillo de Perú, a pesar de los controles a los que están sometidos los dos últimos casos, pero no descansan de hacer intentos de estar por encima de la constitución y las leyes, o México donde todavía no hay respuestas para una mayoría postergada desde la colonia y con el NARCO asumiendo, lentamente pero sin pausa, los espacios abandonados por el Estado.

Vale señalar que las estrategias empleadas buscan debilitar la institucionalidad democrática y potenciar la concentración del poder en torno a un liderazgo carismático. Sus protagonistas son tanto millennials como Nayib Bukele en El Salvador, o como líderes de mayor edad como Jair Bolsonaro, 65 años, ex militar de extrema derecha. Lo anterior sin hablar sobre lo que va a pasar en Chile cuya gobernanza y paz social está condenada a desaparecer, en Colombia que pronto decidirá quién será su próximo presidente, y quien tiene mayor opción es un candidato de izquierda radical.

La pregunta es ¿qué buscan los nuevos liderazgos? y la respuesta es: demoler las estructuras institucionales, limitando la capacidad de control de los otros contrapoderes, especialmente el judicial y el legislativo. El camino es el fortalecimiento de liderazgos caudillistas, ataque a los medios de comunicación y menosprecio creciente de instituciones como el Parlamento y la Justicia, garantes del equilibrio entre poderes y de la vigencia de los pesos y contrapesos. Sin ellos, la concentración de poder es imparable y el poder queda en manos de liderazgos políticos poco interesados en la democracia. A esto se suman otros mecanismos, cada vez más activos: subordinación de policías y militares a los objetivos gubernamentales y control de la información, especialmente de Internet y las redes sociales, lo cual sirve para impedir los reclamos de una sociedad abandonada a su suerte.

Renovar el contrato social, siempre le preguntare eso a los que lo proponen ya que ese contrato social está conformado por leyes y reglamentos que permiten su aplicación. A juicio de quien escribe este artículo lo que hace falta son liderazgos efectivos, honestos que sepan conducir hacia un estado de bienestar a la mayoría de los habitantes de un país. Se necesita también una sociedad con suficiente preparación como para que pueda aceptar los cambios y se adapte a ellos. De otra manera pasarán siglos y Latinoamérica seguirá igual o peor.

Hay una verdad bíblica: estamos en un momento crítico, donde uno de cada dos latinoamericanos quiere que alguien resuelva sus problemas, aunque pase por encima de la ley y la amenaza no son los militares, sino el populismo.

Según el Latinobarómetro, la opinión pública latinoamericana sobre la democracia es que está en decadencia, sólo el 48 por ciento de la población apoya el actual modelo de democracia y un 95 por ciento de los latinoamericanos encuestados opinan que la democracia no es plena.

Con la llegada de Hugo Chávez Frías al poder en Venezuela, se inaugura el concepto de democracia electoral en el sentido de que para llegar al poder hay que competir en las elecciones, luego, el poder se puede ejercer como se le antoja a aquel que llega al gobierno. Basta con ver lo que ha venido sucediendo en Venezuela.

Casi dos tercios de los Latinoamericanos y Caribeños creen que la mayoría de los políticos son corruptos, según el estudio realizado por Latin American Public Opinión Project (Lapop) de la Universidad de Vanderbilt. El estudio indica que las percepciones de corrupción son más altas en Perú (88 %) y más bajas en Uruguay (34%). En el caso de Ecuador, el 64 % en Argentina, el 69 % en Colombia esta creencia asciende al 78% y ni hablar de Bolivia cuyo porcentaje supera el 70%

Las democracias latinoamericanas llegaron “fatigadas” a 2020 y están saliendo de la pandemia no sólo debilitadas sino también acosadas. A la herencia de problemas estructurales, socioeconómicos y político-institucionales no resueltos, se ha unido un contexto económico desfavorable y una coyuntura internacional adversa para las democracias, con liderazgos que cuestionan las instituciones. Todo ello ha facilitado la presencia en América Latina de liderazgos políticos desleales con la institucionalidad democrática, que proponen alternativas autoritarias: de concentración de poder, con presidentes-caudillos, recorte del margen de acción de la oposición y desequilibrio de la balanza de poder a favor del ejecutivo en detrimento del legislativo y el judicial.

El autoritarismo está avanzando en buena parte del continente, lo que se traduce en erosión de la democracia tanto en gobiernos de derecha como de izquierda. Hombres fuertes, caudillos, que someten el poder judicial y el legislativo, cooptan a las fuerzas armadas y policiales, persiguen a la oposición por delitos de opinión y restringen la libertad de expresión.

No puedo terminar este artículo sin mencionar lo expresado por el Dr. Moisés Naim en su reciente libro:” LA REVANCHA DE LOS PODEROSOS”, en el que expresa que el mundo está plagado de regímenes que utilizan las tres PES para gobernar: el Populismo, la Polarización y la Posverdad. 

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