Tras rechazar la vacunación, el futuro de Kyrie en la NBA es una incógnita. Pero su enésimo lío ha dejado en evidencia que su presencia es, casi siempre, negativa.
Dijo alguien muy sabio una vez (no sé quién, ni se era sabio, pero lo dijo) algo así como que si una persona te critica, puede no tener razón. Pero que cuando lo hace todo, todo, todo el mundo, igual es que hay algo de verdad en esas palabras. Es lo que pasa con Kyrie Irving, la estrella muda, el juguete roto del deporte. Un jugador de baloncesto que es hoy en día una persona denostada por opiniones incomprensibles, declaraciones vacías y un destrozo constante de su propia imagen. Un deportista que ha trascendido más allá del baloncesto por lo negativo, y no por lo positivo. Que ha roto químicas envidiables, ha destrozado proyectos y ha puesto patas arriba ideas bien dirigidas que se han cruzado en su camino. Un hombre que juega como nadie a un deporte con millones de seguidores, en una NBA que genera millones de dólares y que la situación, como a equipos y franquicias les ha pasado antes que a la propia institución, se le ha ido de las manos. Y sí, se veía venir. Pero no se podía frenar.
La deriva de los acontecimientos deja poco margen para la defensa de un hombre que tiene, por responsabilidad propia, al mundo en su contra. A un planeta que en su día definió como plano (“no soy muy listo“, dijo poco después) y que parece girar en torno a su figura en las últimas semanas. Y no precisamente por sus buenas hazañas, lo cual es tan llamativo como catastrófico. La posición contraria a las vacunas del base de los Nets (de momento, lo sigue siendo) es solo un capítulo más que alimenta la mala fama de un hombre cuya reputación, cimentada por sus actos, está derruida. La rendición de Kevin Durant para intentar convencerle de algo que puede hacer, ya lo dijo Kareem Abdul-Jabbar, mucho daño a la población negra norteamericana, es un síntoma de que el problema es irresoluble. Y lo peor es que hay una concatenación de hechos que envuelven a la estrella desde inicios de su carrera muy preocupante y que han tenido su punto de inflexión con algo que va más allá de un deporte que practica, y esto es objetivo, como nadie.
Kyrie Irving aterrizó en la NBA allá por 2011, en el segundo lockout que suponía un acortamiento de la temporada (50 partidos en la 1998-99, 66 en esta). Aunque para acortar temporadas ya está el base, que sin tener lesiones radicalmente graves no ha disputado nunca más de 75 partidos, y solo en tres ocasiones ha sobrepasado la barrera de los 70. Con ausencias físicas (y no tan físicas) que han supuesto un quebradero de cabeza para sus equipos y de las que no ha habido explicación por parte de los periodistas y, lo que es peor, tampoco de sus compañeros o entrenadores, incapaces de controlar ni saber dónde se encontraba su jugador en un momento concreto. Ni en los Cavs, donde se dieron menos importancia a sus desmanes al estar en una lucha más grande; pero tampoco en Boston, donde hizo gala de su consabida mala cabeza para organizar una guerra interna auspiciada por su persona que acabó con un proyecto desmadejado y roto, ahora se ha visto, en mil pedazos. Ni tampoco, claro, en unos Nets que no saben si traspasar a su estrella, quedarse con ella para que no juegue, o castigarla por sus innumerables insolencias.
Su llegada a la NBA coincidió con la reconstrucción inacabada de una franquicia desmadejada, esa que en el siglo XXI a estado en el mapa cuando estaba su mesías, LeBron y su inabarcable figura, y ha descendido a los infiernos sin él. Ya en su segunda temporada, con 22,5 puntos de promedio, disputó su primer All Star. Pero se resignó a estar en un equipo que sumó 21, 24 y 33 victorias, sin pena ni gloria, en años perdidos. Byronn Scott, un entrenador venido a menos que hizo grandes cosas en Nets y Hornets, no dio con la tecla en ese nuevo baloncesto con el que luego chocó de bruces, antes de no volver a entrenar, en los Lakers del adiós a Kobe. Y Mike Brown regresó, en la 2013-14, al equipo que abandonó al mismo tiempo que LeBron, que con la denostada The Decision y la pésima gestión de imagen que le acompañó acabó también con la carrera del técnico que lideró a los Cavs a las Finales de 2007. Año de transición, más victorias que el anterior con el último retorno de Andrew Bynum (¿les suena?) a la competición, algún momento prometedor y regreso a casa, con dos anillos y redención, de un Rey que había sacado brillo a su corona, acabando con el sainete convertido en tortura que siempre ha supuesto para las grandes leyendas el hecho de no ganar.
LeBron llegó con Kevin Love, Shawn Marion, Mike Miller, el inseparable James Jones, la reconciliación con David Griffin (que luego acabó como acabó) y un entrenador criado en Europa, David Blatt. Llegó para manejar la franquicia de arriba abajo, para que el equipo, desde la directiva hasta el último miembro del banquillo, se plegara a sus decisiones. Y machacó el ego de un Kyrie que se adaptó como pez en el agua a un aura superior a la suya (y a todas las demás) y con la que se complementó mejor que con ninguna otra. La alianza duró tres temporadas. Fueron tres Finales y un título, el premio más grande para el mercado más pequeño. Con problemas físicos y ausencias (otra vez) en la primera de ellas y una heróica actuación en 2016, con 41 puntos en el quinto partido y el triple sobre Stephen Curry en el séptimo. El clímax, el culmen de la obra del héroe luego caído en desgracia. Jamás se sacó tanto jugo a Kyrie, ya con Tyronn Lue en el banquillo, que entonces. Y la sabiduría de LeBron, en una esquina para que fuera el base el que pusiera la guinda y la sentencia, permitió a Irving, bloqueo de JR Smith mediante (para quitarle de encima la marca de Klay Thompson) entrar en la historia de la NBA. Y ahora sin poder jugar por no desarse vacunar.